El caballero había cruzado las
defensas de la barbacana. El último hombre yacía en el adarve y ya sólo quedaban
la princesa y su guardián. A punto estaba de subirse a lo alto de aquella torre
cuando escuchó el rugir del monstruo chamuscando sus cabellos. Muy ágil, el caballero, saltó
hasta la torreta dando brincos sobre el filo del vacío empuñando su espada y lanzando varios envites sobre el ala del dragón.
A cubierto, detrás de los escombros de
almenas —mientras otra llamarada volvía a chamuscarlo— sacó un basto a modo de estaca, debajo de su
manga, para clavárselo en el vientre; el dragón se desplomó al desfiladero, cayó
en la empalizada de bastos, salpicó el
foso y tiñó de sangre las murallas asonadas. El caballero —ahora más exhausto— poniéndose
en pie, retomó el aliento en una última escalada para terminar su empresa, exhalando:
“¡Debo desatar a la princesa!”.
Superadas las batallas esperó la
recompensa, pero fue el astuto rey quien reclamó con as de copas su triunfo en la conquista, y
pidió colgarse la medalla de Oros. Los sueños conquistados por este caballero se derrumbaron junto al castillo de naipes; sin embargo, valiente, marchó
a jugar de nuevo.
MANCHO
Panadero de la vida
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