Cuando desperté, la primera vez,
me sorprendí: estaba en tierra firme. Y ella, limpiaba mis heridas con su larga
cabellera mientras ronroneaba una dulce melodía, con tal suavidad que,
extasiado e inmóvil, contemplaba en su rostro exótico una mirada penetrante
capaz de atravesar a la espesa bruma que nos cubría —«¿Sería la misma noche de
luna llena?»—. Era lo único que recordaba después de haber zarpado con mis dos
mejores amigos a pescar en alta mar. «¿Dónde estaré? ¿Dónde estará el capitán?
¿Qué nos habrá pasado? ¡Virgen del Carmen!, ¿…y, mis colegas?»—me preguntaba.
Hipnotizada con tanta belleza, mi
lengua, se enmudecía. Pero, aun así, contemplaba descifrar en mi memoria cómo había llegado
hasta aquella isla misteriosa junto a esa mujer desconocida. «Tal vez — me
decía—. Fuera la moza del capitán que ya estuviera en su camarote, antes de
contratar sus servicios de experto
atunero». La verdad me importaba poco, necesitaba pararme y buscar
auxilio; estaba claro: habíamos naufragado y la corriente nos había arrastrado
hasta la orilla. Sin embargo, no sería hasta rayar el alba, sobre la arena,
cuando todas mis dudas se despejaran… Divisé a mis dos colegas cómo luchaban
contra una jauría de monstruosas mujeres. Los sujetaban por los tobillos, entre
gritos y alaridos, como fieras hambrientas, enseñándoles una horrible dentadura
mientras los arrastraban hacia el mar— sólo sabe Poseidón para qué—, intentando ahogarles.
Mi cuerpo comenzó a temblar ante
semejante visión de horror y aunque procuré levantarme en su ayuda, forcejee
sin conseguirlo porque mis fuerzas volvieron a flaquear. Busqué la ayuda en mi
cuidadora, empero me di cuenta que sus carnosos labios también escondían la
misma dentadura, aserrada, que la desfiguraba, el rostro, como al de aquellas
criaturas extrañas. Mi corazón palpitaba tan acelerado que, al ver tal
monstruosidad, llegando a sentir mis propios latidos como el tic tac de un
reloj de pared, los peores presagios regresaron a mi mente. «El tiempo se
acaba:¡llegó mi hora!»— pensé. Los gritos y alaridos y aquella mirada profunda
petrificaron mi alma y volví a desfallecer. Fue entonces cuando desperté, de
nuevo, con aquel ronroneo capaz de apaciguar mis peores pesadillas; solo que
ahora sí podía entender con claridad: ‘…luna llena, luna llena, cantan miles se
sirenas…’
Mi último recuerdo pasó en un santiamén,
después de que un arpón atunero —a manos de nuestro capitán— atravesara la
garganta de aquella horrible mujer. Y, sacudiendo mi cuerpo sobre ésta balsa,
me hiciera despertar, por última vez, buscando a estribor y a babor, el capitán
y mis amigos, con la luna llena
reflejada sobre el mar, al frente mío. Hasta que apareció usted, señor
guardacostas.